No leí a los clásicos.
No escuché a los clásicos.
Estoy cada vez más lejos de las certezas y de saber quién soy.
Mi cuerpo se independiza de mí y se me hace extraño, cada mes un poco más extraño.
La falta de certezas me agiganta la tristeza, que se me asemeja, cada mes más, en altura y peso.
"Que fluja", me dicen. "Dejá que fluya".
"Que fluya, que fluye, que fluya", me dicen. Pero no me enseñan el cómo, porque tiene que fluir.
Yo los miro y pretendo entenderlos.
Estoy considerando tatuarme un pececito que me recuerde que debo fluir.
La pregunta que me desvela es el dónde. ¿En qué parte de mi cuerpo envejeciente un pececito se sentiría a gusto?
¿Cerca del agua? Los ojos. Pero su instinto lo llevaría a nadar en un mar de lágrimas. No.
¿Cerca de la tierra? Los pies. Pero buscaría los restos marcianos de la lluvia de ciudad.
¿La boca? ¿La lengua? Pero nadaría en un mar de gelatina, sin corriente ni destino y con fecha de caducidad.
Entonces, pues, será la palma de una mano el hogar elegido. Ahí será testigo de mis intentos de vuelo fallido. Y, al juntar las manos, puedo crear la posibilidad de un charquito que lo entretenga. La posibilidad de un río que lo contenga.
Volar el río, nadar el aire, fluir la palma, beber el río.
Tomar el aire, formar laguitos entre mis manos para que un pez tatuado, ficticio, inmóvil y cautivo intente fluir, aunque termine desteñido.
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